sábado, 4 de octubre de 2008

Darío y la más remota prehistoria

Mucho tendría que decir sobre Darío, quien lo conoce sabe de qué hablo; ya habrá tiempo incluso para que él mismo se presente, pero en esta ocasión quiero dejar aquí un poema suyo que también es mío porque sin duda alguna me recuerda una época querida de la universidad, pero más allá de eso, me recuerda el paisaje particular de una ciudad, ciertos pasos, una playa de San Rafael, las risas inconfundibles de sus mujeres, mal comer, peor dormir y buena compañía.

Así que he tomado esta mañana de la estantería el Triálogo de Darío, que comparte con César Antonio Aguilar e Ignacio Ruiz-Pérez. Por cierto ahora releo las dedicatorias y no deja de ser divertido, verán: la dedicatoria de César es prácticamente una invitación para tomarnos una copita y una efusiva gratitud de amistad, cosa rara porque estoy segura que él no tiene ni idea de quién soy y dudo que me recuerde. Yo sí que me acuerdo de él porque justo trabajaba en la Editora cuando entró en prensa uno de sus últimos libros, La mujer en la puerta, me parece que es el título. Luego está la dedicatoria de Darío, que adivino ese día estaba muy solicitado, pues tuvo que tachar una primera dedicatoria a Emmita para luego dedicármelo a mí, de todos él era el más cercano y sin embargo tiene cierto tono formal, imagino que ensayaba con nosotros, sus amigos, las dedicatorias del futuro, y finalmente la de Nacho, que es tal como él es, espontáneo y de una amabilidad sincera. ¿Quién lo diría Nachito?, casi diez años después...

Bueno, pues he aquí a Darío, seguro ha reescrito esto ya más de una vez, pero lo impreso, impreso está.


La más remota prehistoria

I
Presencia tu calor, se ha vuelto frío
espacio disputado por la sombra
azul, entre los pliegues de la roca,
y tenue inspiración con la que escribo.
No sabrás si tu mundo es el olvido,
horizonte sin magia y sin colores,
o imposible lugar para otras roces
ajenos a la lluvia en desnudez,
cuando observes los fósiles nacer
y sumirse de nuevo en extinciones.

II
Del oscuro pasado de mis días
siete capas de piel quedan abiertas,
siete vetas que siguen a la espera
de abondonar mi carne adormecida.
Profundos manantiales vueltos brisa
procuran no decirme ya palabras,
en tantas ocasiones pronunciadas
que han perdido completa su expresión,
que no fecundan nada y sólo son
sedimentos formantes de otra capa.

III
A torrentes cubierto en sedimentos
edifico de roca la envoltura
gris-azul por el verde que me inunda
y no puede mostrarse en aleteo.
Transformados en blanco de mis sueños,
los recuerdos son puntos cardinales
que señalan mi estancia en el paisaje
observado por ti sin percatar,
que abajo de tus pies es donde está
el impulso voraz de los volcanes.

IV
Después de apantanarnos palmo a palmo
en ciénegas de noches transparentes,
no me importa si vienen otras muertes
a ostentar el sudor que desbordamos.
Si Valle de la Luna es un lagarto
(su lengua induce el pacto silencioso)
y cueva del ocaso, triste oro,
que intenta en otro sueño resurgir;
mi fósil es la piedra en que viví
y tu imagen impresa por mis ojos.

Darío Carrillo


César Antonio Aguilar, Darío Carrillo e Ignacio Ruiz, Triálogo, Xalapa: Durandarte, 1999.

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